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Un cuento: El destino del héroe

El destino del héroeEl destino del héroeEl destino del héroe
Desde siempre JM había sentido que estaba destinado a hacer grandes cosas. Pero ese sentimiento por sí mismo no servía para legitimarse. Le atormentaba la posibilidad de que todos los humanos compartieran ese sentimiento, que fuera un mecanismo de compensación del individuo frente a la presión del grupo.
Jamás se había atrevido a compartir estos pensamientos con nadie, por miedo a que lo etiquetaran de egocéntrico o, incluso, megalómano, así que no tenía datos para contrastar sus temores. Al menos hasta que, hacía dos meses, lo habían aceptado en aquel programa experimental.
Su vida, hasta entonces, había transcurrido por el camino ortodoxo y humilde del héroe aún no iniciado. Durante su infancia –no diría que había sido especialmente feliz, pero tampoco desdichada–, formación académica –era licenciado en Física–, vida familiar –vivía hacía un par de años con Elisa, su novia de toda la vida, que estaba embarazada de seis meses–, vida social –nunca había sido especialmente sociable, pero tenía unos cuantos buenos y fieles amigos–, había ido cumpliendo con todo lo que él había percibido que su familia y la sociedad iban demandándole. Más que sumisión, había sido falta de confianza en sí mismo, o en aquella inclinación tan inequívoca que lo impulsaba a oponerse a la corrección.
–Es que eres tan reservado… –era el mantra que Elisa emitía cada vez que una actitud de JM, incomprensible para ella, la frustraba.
Cuando la situación llegaba hasta el extremo de que Elisa se veía obligada a decir su línea de texto, él se limitaba encogerse de hombros y nunca jamás mirarla a los ojos. Eran negros. Aunque Elisa aseguraba que no, que eran marrones oscuros, pero él no soportaba mirarla demasiado tiempo, y le parecían negros.
Se había tropezado con la convocatoria una tarde en la que todos sus compañeros se habían ido de la oficina. Su jefe le permitía entrar tarde por la mañana. A veces llegaba a las diez o más, y se quedaba hasta las siete u ocho de la tarde. De esa manera evitaba las dos cosas que más odiaba en relación con el trabajo, madrugar y tener que aguantar la cháchara de sus compañeros durante el desayuno. Además, por la tarde podía tener hasta un par de horas de tranquilidad en las que ya no había nadie en la oficina.
El día del hallazgo estaba harto de intentar compilar el programa en el que estaba trabajando. Funcionaba a la perfección, pero ese era el problema. Él era el encargado de hacerle las pruebas para encontrar posibles fallos, pero en realidad llevaba horas intentando estropearlo, eliminando líneas de código de aquí y de allí, cambiando unos comandos por otros, y sin embargo seguía compilando y haciendo lo que debía hacer. Ni aun pretendiendo sabotear el trabajo de Ricardo podía lograrlo. Su compañero, que había comenzado en la empresa el mismo día que él, era uno de esos que iba por la vida con halo de héroe sin merecerlo ni pretenderlo. Por fin se dio por vencido, se resignó a no poder estropear nada tocado por la luz emanada de Ricardo. Así que decidió navegar un rato por Internet y luego marcharse a casa a encogerse de hombros ante las sucesivas frustraciones de Elisa.
Entró en las páginas habituales, miró el correo, leyó el periódico, ojeó por encima las redes sociales… No tenía un recuerdo exacto de qué combinación de enlaces le llevó a aquella web, y después de leer lo que ponía, pensárselo solo un instante, rellenar y enviar la solicitud, nunca pudo volver a localizar la web.
La convocatoria parecía una oferta de trabajo disfrazada de algo más trascendente. Aunque finalmente resultó ser algo trascendente mal disfrazado de oferta de trabajo. Por mucho que lo intentó en los días que siguieron al que se inscribió y, sobre todo, desde que lo llamaron, tan sólo 48 horas después, no consiguió averiguar qué ocultaban las iniciales O E I que se repetían sin cesar en el texto. Finalmente, el día de la “prueba” supo que la O correspondía a Organización y la E a Erradicación. En cuanto a la I, no terminó de entender lo que quería decir. Aunque el que lo dirigió a lo largo de la entrevista mencionó hasta en tres ocasiones el nombre de la entidad, lo decía muy rápido y tenía un ligero tartamudeo gangoso que se ensañó con el último término de la denominación, y no estaba seguro si dijo inquilinos o individuos, o tal vez ínfimos, pero nada de eso le parecía que tuviese ningún sentido.
Cuando le llamaron para decirle que había sido seleccionado para realizar una prueba de aptitud en la sede de la OEI, en un principio no recordó qué era. Pero en las siguientes horas hasta la entrevista, establecida para el día siguiente a las nueve de la mañana, su sentimiento de trascendencia, el sentido heroico que le había acompañado desde siempre, se activó y lo mantuvo alerta ante la inminencia de algo que, por fin, iba a acercarlo a su verdadero destino.
Era una nave vacía en un polígono que hasta entonces ni siquiera sabía que existía en los confines de la ciudad. La oficina era una mesa con varios montículos de papeles sobados y polvorientos situada al azar en la inmensidad de la nave. Unos diez metros detrás del escritorio se amontonaban cajas de cartón y palés que se perdían en la penumbra. Ni las pequeñas ventanas que había en un lado de la nave, ni los trémulos fluorescentes lograban emitir más que un tenue cerco de luz sobre la destartalada mesa y una especie de camilla metálica que acechaba a un lado.
La única diferencia entre el día que realizó la prueba y el que, tras aceptar la tarea, volvió a la sede de la OEI, fueron las firmas de consentimientos informados, acuerdos y contratos que tuvo que realizar. No leyó ninguno, para entonces tenía claro que aquello era la antesala de su viaje iniciático, el primer paso para cumplir su destino. El empleado de la OEI le explicó lo mismo las dos veces. Igual de atropellado y de incomprensible. Los conceptos que salpicaban de su boca como chispas de magnético acero le penetraron en el cerebro cada vez: posibilidad de morir, salvación de la humanidad, trascender el cuerpo, transformarse en algo nuevo y adquirir más poder.
La gloria se acercaba, la adrenalina se le disparó cuando el gris administrativo le dijo las mismas palabras otra vez: «desnúdese de cintura para arriba y échese en la camilla». Le volvió a poner el casco lleno de cables, sudado por él mismo, y los electrodos en la base del cuello y en el corazón. El primer día emitió algún intento de explicación, el segundo tan sólo dijo algo que pudo ser: «vamos allá», o quizás: «¡aleluya!». Un hormigueo en la punta de los dedos y una especie de parpadeo, como si el mundo se hubiera apagado y encendido, fue lo que sintió el día de la prueba. El día definitivo comprendió que el parpadeo lo había causado su conciencia saliendo y volviendo a entrar en su cerebro. Pero en esta ocasión su conciencia no volvió. Y de repente lo comprendió todo.
Entendió que su intuición sobre su propia trascendencia había sido un recuerdo de algo aún no sucedido, porque en el lugar en el que ahora estaba el tiempo no fluía como en el mundo de la sangre y la carne. Ya no sentía, ni temía, sólo sabía y era. Con un poderoso latido de información pura desatado por su él mismo, su conciencia borró el tenue vínculo que alguna vez lo unió a un cuerpo que ahora yacía en una solitaria nave abandonada.

Relato publicado en la web Origen Cuántico.