Cuentos, artículos y otras ocurrencias de Maesa:


Y otro cuento: La pregunta 203

Ilustración de Cristian Pineda

203. En 1892 el músico sueco Ture Jåkobus compuso un concierto, ¿para qué instrumento?:
  1. Piano
  2. Violonchelo
  3. Timbales
  4. Todos ellos y además troncos de árbol.

No sé en qué momento se había producido el cambio, pero cuando llegué a la pregunta 203 de mi examen para obtener la plaza de profesor de música yo ya era otra persona. El cambio fue en apariencia muy sutil. Digamos que imperceptible hasta para el ojo más escudriñador, entrometido y buscador de miserias ajenas, como es el caso de mi querido e insoportable amigo Egidio, quien tuvo la gentileza de venir a buscarme a la salida del examen para, supongo, disfrutar de mi esperable fracaso, y que se llevó la decepción de: “te veo muy relajado, ¿tan bien te ha salido?”.
La pregunta 203 tal vez no fuera la más complicada, pero era la típica que se deja sin responder, porque no es sólo que nadie haya oído hablar de Ture Jåkobus, es que en el capítulo dedicado a los nacionalismos decimonónicos, Jåkobus era, como así lo comprobé nada más llegar a casa, un nombre en una lista de diez o doce, pertenecientes a una oscura y cuestionable Escuela de Norrköping. Yo, mi nuevo yo, en un arranque de coraje inesperable en mi otro yo, no sólo respondí a la pregunta sin tener el dato – quién coño sabe qué compuso Jåkobus- y arriesgando el punto negativo que suponía equivocarse, sino que escogí la opción más inverosímil, la d, y acerté. Cuando tres semanas más tarde pude comprobar los resultados, comprendí que había ganado la plaza por el estrecho margen que me concedió una pregunta acertada más que mi inmediato rival.
Mi yo anterior a la pregunta 203, llamémosle Arturo el viejo, nunca habría respondido a esa pregunta, ni, en consecuencia, habría obtenido la plaza. Tampoco se habría casado con Lidia. Nunca habría escrito Viaje al mismo lugar, ni lo habría publicado. Elvira no existiría. Y ahora no estaría escribiendo esta especie de confesión.
Arturo el viejo y Arturo el joven están compuestos, necesariamente, por la misma materia. El mismo montón de células, con el mismo ADN. Idénticos cerebros que almacenan exactamente los mismos recuerdos. Los dos tienen iguales capacidad cognitiva y emociones. Sin embargo, hay algo esencial que los diferencia. Tal vez, algún vínculo entre su hemisferio derecho e izquierdo hubiera cambiado, lo que provocaba que sus decisiones hubieran adquirido un mayor impulso emocional en el segundo que en el primero, en el que están marcadas por un excesivo peso de la consciencia racional.
Cuando llegaba el momento de tomar una decisión, Arturo el viejo se perdía con facilidad en una maraña analítica de variables que dificultaba o impedía ejecutar la decisión. En cambio, Arturo el joven solucionaba la disyuntiva con facilidad, ignorándola y dejándose empujar por su intuición.
Nadie nunca lo supo. Todos creyeron que me saqué aquella plaza de profesor únicamente por la entrega incondicional de Arturo el viejo como opositor, cuando la realidad era que ese ser había dejado de existir. La vida que comenzó a vivir Arturo el joven tomó un rumbo diferente, pero pareció incluso natural que así fuera, pues después de años preparándome la oposición, cuando al fin lo conseguí debió ser esperable que el resto de piezas pudieran ir encajando y, por ejemplo, encontrara pareja, me casara, tuviera una hija, e incluso algo de tiempo libre para dedicarme a mi pasión inconfesa, la escritura, y que resultara que incluso se me daba bien y tuviera un éxito rotundo con mi primera novela.
Y digo que nadie nunca lo supo porque ni siquiera yo mismo, quiero decir, Arturo el joven, lo ha sabido jamás. Para él la suerte y un cierto cambio de actitud estaban detrás de todo lo que para Arturo el viejo hubiera sido inaceptable o difícil de explicar.
Lo supe una noche cualquiera, que fue la noche que la conocí. Ni siquiera tengo muy claro por qué fui a ese lugar. Creo que un par de semanas atrás había oído a alguien, tal vez un compañero, decir que el club Just Above the Park era el único bar en toda la ciudad en el que ponían música decente y en el que entraban mujeres interesantes. Lidia nunca me hubiera acompañado. O tal vez sí, pero eso es lo único que habría hecho, acompañarme, sacrificando su rutina habitual para darme el gusto. Y además, creo que la segunda parte de la recomendación fue la que más pesó en mi decisión.
El bar estaba decorado como el típico club de jazz neoyorkino de las películas. La luz mortecina y el puñado de diminutas mesas redondas esparcidas delante de un mínimo escenario en el que se apiñaban cinco músicos estorbándose unos a otros. Curiosamente, había estado en muchos bares como ese, imitación del supuesto arquetipo, en diferentes lugares del mundo. Jamás en Nueva York, dónde los bares de música en directo eran muy diferentes. Sobre este tema trató la primera conversación que tuve con Cira.
Ella estaba en un taburete en la barra, girada hacia el escenario y bebiendo sola, como cabía esperar en cualquier película con aspiraciones de cine negro de serie B. Los músicos estaban en un descanso, o su música era tan inexpresiva que eso parecía. Me senté al lado de ella y le dirigí la palabra de inmediato. Ella me miró con lo que interpreté como una sonrisa de hospitalidad. Poco después llegué a la conclusión de que aquella debía ser su mueca de desprecio general por los seres humanos. Cira no era un ser humano.
No sé muy bien qué tipo de entidad era Cira. Supongo que alguna especie de depredador. Yo lo supe pronto, no pudo engañarme. Escuchamos el concierto, o lo que estuvieran haciendo aquellos músicos, que sonaba extrañamente a Jåkobus, pero pronto nos fuimos de allí. Me llevó a su guarida, un precioso ático lleno de libros y un puñado de obras de arte contemporáneo estratégicamente colocadas. Del antro de Jazz pasamos al piso que cabría esperar en una acomodada y decadente mujer fatal. Todo aquello era demasiado como para no ser una escenografía. Me di cuenta que algo no iba bien. Su sonrisa, imperturbable y caleidoscópica, había virado hasta una sardónica mueca sensual. Me sirvió una copa, puso algo de música-¡de nuevo sonaba a Ture Jåkobus!- y se sentó a mi lado. El momento en el que se esperaba algo de mí había llegado. Era el momento en el que Arturo el viejo se hubiera quedado bloqueado analizando todas las posibilidades y valorando qué se esperaba de él, qué le apetecía y qué consecuencias tendría equivocarse en esas valoraciones. Y era el momento en el que Arturo el joven se dejaría guiar por su instinto.

Lo hice. Una de las obras de arte era una especie de esfera ostensiblemente quebrada pero de una pieza hecha de algún tipo de piedra. Fue el arma que empleé. Aquel sonido, como de terremoto minúsculo, contenido, trascendente, que produjo la esfera contra su cabeza penetró a través de mi frente, justo entre los dos hemisferios, para liberarme y condenarme. Arturo el joven desapareció tal y como había llegado. Arturo el viejo volvió a ocupar su lugar, pero con consciencia de sí mismo, del que había sido hasta hacía un instante, y del que fue hasta la pregunta 203.     

Cuento publicado en la Revista Dïsparates 08.